jueves, 16 de octubre de 2008

Entre mapaches, lechuzas y búhos...


Hace unos meses mi hermana Carmen me escribió desde la ciudad de los rascacielos para contarme que había visto un mapache en plena calle, ¡un mapache!, a media calle, ¡en Brooklyn!, se metió rauda a su casa para sacar un plato y colocarle agua, y cuando salió, el mapache había ido a resguardarse a mejor lugar, de segurito.


Hace como 20 años, cuando nació mi hija Fabiola, mi hermana Carmen fue a visitarme a ese pueblo indómito de Pánuco en el que crié a tres robustos niños; llegó con maletas llenas de ropa y consejos surtidos con los que logré descartar de una tirada y para siempre el ungüento capent, y otros mitos más de la crianza, trampas comerciales en las que nunca más caí, y me alineé a la vida bronca del agua, la maizena y el pecho... en esa visita, Carmen conoció a mi mapache, al que le dábamos elotes y tortillas, y su gran traste con agua con en el que lavaba todo lo que se comía, no sin antes, limpiarse las manos, la cara y la nariz, un ente muy higiénico era mi mapache al que rescaté de las garras de una brujer que lo tenía en una jaula por lo que el animal me quería deveras, por muy agradecidos que son los animales. Un año más tarde, ya entrenado para robar cosas de la ventana, y elotes de la mazorca, lo solté en el rancho, lo increíble, es que nó (con acento) quería irse, se negaba a la libertad, ahí se quedaba, al pie de la casa del rancho, y así vivió más meses a lado de mi cuñada Toña, quien lo cuidó y mimó, porque le gustaban los mimos. Un día, mis cuñados dejaron el rancho, y le dijimos adiós cuando ya sabía de dónde obtener su comida. Juro que vi tristeza en sus ojazos ojerosos, y también vi mi tristeza en sus ojazos ojerosos.


Hoy, la vida estaba como suele estar mi vida a las seis de la tarde, en chinga, con los nervios de entregar las noticias, mi mente se paseaba entre citas y sumarios, foto uno, foto dos, listo, mejor no, foto dos, foto uno; mi hija Teté, estaba en la otra compu haciendo lo suyo, y de repente, un par de alas rayadas entraron volando y azotándose contra las paredes y los muebles, el ave me miró con sus ojazos... sí me asusté. Subrepticiamente me paré al ver cómo me miraba el ave, 'es un búho' grité, pero no, yo tuve un búho, que también llegó a mí, así, volando, estaba en el club esperando a que fueran por mí, pero esa es otra historia, el caso es que los búhos, sí, tienen los ojos aún más grandes y son azules con amarillo, y si hay luz, sólo se ven azules con casi nada de amarillito, este tenía el pico más imponente que los ojos, es una lechuza, pensé pero le seguí llamando bbúho, buhíto, cálmate bonito, '¿y si es bonita?', dijo Teté, 'claro que no' le dije, 'es muy guapo como para no ser macho', todo esto porque yo sé que el ave se calmó con mi voz y mis mimos, lo sé porque tengo un pedazo muy animal, y a los animales heridos y asustados como yo, sólo se nos calma con cariñitos. El ave búho lechuza se sentó en el sillón de mi oficina y se calmó, sabía que estaría a salvo en lo que se recuperaba para tomar vuelo, se trepó en la cadena que sostiene una lámpara impensable para esta época de ahorro de energía, pero que al fin es un objeto que además de no ser mío recuerda lo que hicimos mal, en fin, ahí estaba el ave mirando fijamente hacia mi voz, cagó y cantó, dicen que cuando la lechuza canta el indio se mata, y la gente aquí es muy supersticiosa, pero yo no. Me pareció tan buen augurio que estoy en espera de una visita aún más inesperada que la de una lechuza en tu teclado.

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