Cuántas palabras hay para seducirnos, para inducirnos, para convencernos, para prometernos, para embaucarnos, para hallarnos el lado flaco, cuántas palabras para invocar el bien o el mal, para atraer a los buenos espíritus, o para alejar a los malos aires. El detalle, diría nuestro amigo Cantinflas, el detalle está en que también por aquello de las intenciones, esta seducción se ha llevado a los límites de la decencia. Un hombre enamorado exhalará las palabras más cursis de su vida, ‘piel perfume de alhelí’, e incluso el tal hombre pueda hasta ignorar qué demonios es el alhelí, pero ese mismo caballero, desesperado por la falta de resultados o de atención de su amada, pueda a su vez expeler las palabras más atroces y soeces que se le hayan ocurrido. Así pues, en esta búsqueda de que las palabras nos sirvan para algo además de decirnos el mundo, en esta intención de que las palabras nos den resultados, los hombres hemos caído en un vado, hondo y sin salida, hemos abusado de las palabras. No sólo lo digo por todo el rojo que nos han robado con un latido con fuerza si no también por todas las promesas incumplidas, por los dobles discursos que nos acechan en los medios, confundiéndonos de tal forma, que nadie cree ya ni siquiera lo que es verdad. Hemos profanado el inmaculado universo de las palabras. Habrá que reinventarnos las maneras de decirnos las cosas, y sería muy bueno que en esa empresa nos aliáramos de nuevo, no nada más al verdadero significado de las palabras, si no al uso de éstas, releer a nuestros poetas y reencontrarnos con la lengua materna en una voz urgente que reclama una verdadera comunicación. Seducirnos con las palabras, no nada más para hacer el amor, o lograr que nos lo hagan, si no para una mejor convivencia entre mexicanos, no permitir que nos metan tanto ruido que nos confunda, tanto guirigay que uno ya no entiende nada, seducir al extranjero más allá de nuestra verde patria, endulzar sus oídos con adjetivos un poco más profundos que ‘maravilloso, excitante, bonito, y placentero’, nuestro México da para más, para mucho más. Basta encender el televisor y hacer un conteo somero de las palabras que los conductores utilizan, es patético. Los comunicólogos se han acartonado, y queriendo dar a la gente algo de sencilla digestión, se han quedado enredados en un mal spaghetti de fonda barata, pudiendo, ¿por qué no?, ofertar platillos exóticos y variados, tenemos todos los ingredientes. Alguien nos inseminó una mala idea, y lo triste no fue la mala idea, si no que ésta, fue la única, y de ella nos apeamos como si no hubiese más mundo para explorar. El idioma, no se hurta, ni se inventa, se hereda, no neguemos el regalo de mamá, utilicémosle para seducir a la belleza que hay en nuestras vidas y para espantar a los malos presagios.
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